viernes, 11 de enero de 2013

ESCENAS DE COLEGIO

Mi infancia son recuerdos de una pequeña escuela a la que, a principios de los años sesenta, asistíamos, ilusionados y felices, niños y niñas a aprender las primeras letras que nos enseñaba doña Isabel García, maestra de párvulos, inolvidable por querida. La escuela era una amplia y larga habitación dentro de su propia casa, sita en la calle del Mar, a escasos cien metros de la mía. Después de formar fila en la acera, nos acomodábamos en cada una de las seis u ocho sillas que rodeaban las cinco o seis mesas de aquella aula tan peculiar si la comparamos con las de la actualidad. Por cada una de esas mesas íbamos pasando según avanzábamos en conocimientos y destrezas. Después de tres años bajo la rigurosa y sin embargo cercana educación de doña Isabel, conseguido el objetivo de llegar a la mesa de los mayores, justo la que quedaba al lado de la ventana (lo que suponía, real y metafóricamente hablando, la salida a otra parcela mayor del conocimiento), me llegó el momento, pues ya estaba preparada, de pasar al Grupo Escolar Reyes Católicos, ubicado en el mismo lugar que ahora pero en lo que entonces era el final del pueblo, y desde el que se podía divisar la playa por sus amplios ventanales.



Visto con ojos infantiles y medido con pequeños pies de niña de siete años, acostumbrada a la cercanía de mi primera escuela, qué grande era y qué lejos quedaba aquel recinto escolar al que me encaminaba cada mañana acompañada de mi padre, maestro nacional con destino en este colegio. Cogida de su mano, apremiados por el horario de entrada, mientras él avanzaba con paso largo, yo tenía que dar tres saltos para no quedarme atrás. Él solía llevar mi cartera; yo, su cabás, en el que mi madre depositaba su desayuno. Nunca olvidaré aquel cestito de mimbre en el que encajaban perfectamente las piezas de su primera comida de lo que sería para él un larguísimo e intenso día de trabajo; para mí, un día más para crecer y aprender.
Cuando llegábamos al Grupo Escolar nos despedíamos hasta la hora de salida. Mi padre se dirigía a su pabellón para enseñar a sus alumnos; yo, al mío, para aprender de mis maestras. En los tres años que estuve en el Reyes Católicos asistí a las clases de tres grandes e inestimables profesionales: doña Paquita García, doña Carmela Batlles y doña Carmen de Haro, en este orden en el tiempo. A ellas gracias mil por todo lo que me enseñaron.

Y cuando rememoro este periodo de mi vida, concretamente mi primer año en el colegio, no puedo evitar asociarlo a un hecho que turbaría la tranquilidad que se respiraba en los pueblos de aquellos tiempos como, entonces, era el nuestro: fue en enero de mil novecientos sesenta y seis, cuando dos aviones norteamericanos, con armamento nuclear, explosionaron en el aire. Todos conocemos el trágico incidente que dio tanto que hablar, tanto que recordar e incluso tanto que imaginar. Recuerdo (o, a lo mejor, imagino) cómo desde el colegio pudimos ver aquel horrendo espectáculo de llamaradas de fuego, escuchar un sonido estridente y sentir incluso la convulsión que produjo. El terror se apoderó de todos nosotros, así como de todos los veratenses. Desde el centro del pueblo se vivió además angustiada y desesperadamente porque parecía que el desastre hubiera ocurrido sobre el Grupo Escolar. De ahí que las madres, alarmadas y despavoridas, corrieran calle Mayor abajo a socorrernos y llevarnos bajo su protección. Sirva, además, esto de ejemplo para hacernos idea de la importancia de un colegio, germen del futuro de los pueblos. Y allí estábamos todos los niños que ya hoy, adultos, somos, el presente y a la vez principio del pasado de Vera. Tempus irreparabile fugit.


Y desde este presente, en el que celebramos el 50 aniversario de creación del Reyes Católicos, sigo haciendo flash-back, y me veo, uniformada con babero de listas y peinada con unas largas trenzas, protagonista de una lejana película de la que recuerdo, como escenas en blanco y negro, el patio del colegio envuelto en himno nacional; el atropello subiendo las escaleras; los rezos cantarines antes de comenzar las clases; los números, que eran fechas, escritos en el margen superior de la pizarra; las aulas agrisadas y sus amplios ventanales; los pupitres de madera; los mapas y murales; las libretas de tapas azules; los lápices de colores Alpino; las figuras geométricas que se guardaban perfectamente encajadas; el olor intenso a goma de borrar; las tablas de multiplicar aprendidas con sonsonete; los primeros poemas recitados de memoria; las cancioncillas con que celebrar nuestras fiestas; los concursos de dibujo y de redacción; los teatrillos; los deberes; las clases de permanencias después del horario escolar, los recreos endulzados con leche en polvo y ocupados en jugar a la rayuela… Pero, sobre todo, ahora que yo misma ejerzo la enseñanza, recuerdo especialmente el sistema de verificar nuestro estudio (“tomar la lección”, se decía): en corro, alrededor de la maestra, se nos hacían preguntas de las lecciones que estudiábamos en la enciclopedia Álvarez, y la alumna que desconocía las respuestas iba siendo adelantada por la que sí las sabía, de tal manera que tan gratificante era estar la primera como humillante quedarse atrás, con la regañina y el castigo pertinentes, además, por parte de la profesora.


Así, con este modelo de sistema educativo, me fui formando disciplinadamente para lo que sería mi ingreso, con tan solo diez años, en el Instituto de Enseñanzas Medias que llevaría un nombre similar: Fernando el Católico. Teníamos que realizar una prueba con la que demostrar que poseíamos conocimientos básicos de cultura general, que nos manejábamos perfectamente con las operaciones matemáticas, que no cometíamos ni una sola falta de ortografía, y que nuestra redacción era cuidadosa y pulcra. A partir de aquí ya comenzaría otra secuencia de mi vida estudiantil que no cabe en este lugar recordar.


Al cabo de los años me hice profesora de Lengua y Literatura, me casé y tuve hijos. El destino quiso que en los años noventa viniera a desempeñar mi profesión a mi pueblo: en cierto modo, vine a devolverle lo mismo que él me dio. Y comencé a enseñar a alumnos quinceañeros, procedentes en su mayoría del Reyes Católicos, mientras mis hijos, pequeños, se iniciaban en su sólido aprendizaje en este mismo colegio; el mismo que me ofreció tiempo atrás la luz del conocimiento; el mismo en el que mi padre, ya jubilado, había sido maestro; el mismo en el que por entonces mi hermano Diego continuaba la labor de nuestro padre. Así, mi hija se educó bajo la tutela de Doña Manoli Navarro, doña Tomasa López, mi propio hermano, doña Isabel Parra, doña Montse Muñoz, doña Socorro López, doña Isabel Sáez…; mi hijo, con doña María Elena Sánchez, doña Victoria García, doña Isabel Laura Vives, don Francisco López y don Diego Martínez; ambos, con doña Jerónima Caparrós. Todos ellos grandes profesionales que, como sus predecesores, coetáneos y sucesores, han hecho, hacen y harán grande también la historia de este Colegio, con el que toda mi familia se siente honrada al estar ligada a él, no solo como enseñantes sino también como alumnos, durante tres generaciones distintas. Que sean muchas más.


Vera, enero de 2013

M. Carmen Morales Carmona

No hay comentarios:

Publicar un comentario