Maestra y alumna caminan juntas por el camino que bordea la finca de los Jiménez,
plantada de alcachofas, con su redonda balsa de riego y la casa palaciega ya deteriorada.
Maestra y alumna tienen que recorrer el kilómetro que las separa de sus respectivas
calles -Nueva y Garcilaso-, iniciando una nueva etapa en su vida escolar.
-¡Buenas tardes, doña Carmen! A los Escolares, ¿no?
-Sí, hija, sí. “A la vejez, viruelas”
Y es que a ella no le gustó nada tener que dejar su escuela, instalada en su propia casa,
para irse al nuevo colegio.
Doña Carmen García Jiménez -“la de Nicanor”, como se la conocía por estar
casada con Nicanor de Haro- fue mi primera y única maestra en Vera. Con ella estudié
desde los ocho años y con ella inauguré el Colegio Reyes Católicos en 1962. Fue una
gran maestra, de la que conservo un sinfín de recuerdos y una base académica que me
serviría para realizar posteriormente un Bachillerato brillante, como muchas de sus
alumnas, a las que nos preparaba para estudiar en Vélez-Rubio o Almería, ya que aquí
las chicas no teníamos en ese tiempo acceso al Instituto de Formación Profesional por
ser la educación segregada y éste ser el masculino. Yo, reacia a vivir interna entre
catequistas, damas de la Sección Femenina o en colegios de monjas, esperé a que
abriese sus puertas la Sección Delegada del Instituto de Cuevas del Almanzora. Ese
tiempo de espera en el colegio ayudaría a reforzar mi base académica.
Poseía doña Carmen un don innato para la docencia, una autoridad natural para
el ejercicio de su profesión, y era reconocida por ello. A lo largo de mi carrera docente,
algunos de mis ejercicios y recursos metodológicos tienen aún su sello. Mi voracidad
lectora hizo que ella se fijara pronto en algunas destrezas que yo desarrollaba en el aula,
y aún conservo, con mucho celo, una edición abreviada de “El Quijote” y un cuento de
la colección “Mari Pepa”, fechado el 13 de octubre de 1963, donde se lee, con bella
letra gótica, “Premio a Paquita Cañadas por sus estupendas redacciones”.
Mientras esto ocurría, sonaban en el exterior de nuestro pequeño mundo los
disparos que acabaron con la vida del Presidente Kennedy.
El libro de texto -la Enciclopedia Álvarez, auténtico compendio del saber de la
época- nos formaba en el “espíritu nacional” del momento, seleccionaba lo que se podía
leer y, junto al Catecismo, era el único libro que manejábamos, cuyas lecciones había
que memorizar. Los exámenes eran orales y las redacciones, de diferente temática, nos
enseñaban a componer, borrador tras borrador -estrategia propia del sistema de
aprendizaje significativo-, hasta que la maestra lo veía adecuado o imposible de
mejorar. Los corros para aprender la conjugación de los verbos nos llenaban de
adrenalina el cuerpo; las salidas a la pizarra para hacer los problemas o señalar en el
mapa costaban sudor y lágrimas a algunas compañeras, que estoicamente recibían algún
que otro “¡cabeza de chorlito!”, único castigo que, yo recuerde, prodigaba nuestra
maestra cuando se exasperaba al ver sus esfuerzos docentes caer en saco roto.
De aquellos años y de aquellas aulas recuerdo especialmente las tardes de mayo,
cuando las tres clases de la primera planta (las mayores del centro), hacíamos costura y cantábamos juntas la “Salve Regina”, en latín, seguramente por aquello de que lo
místico se aunaba con lo exótico y misterioso de una lengua más o menos comprensible.
En estas sesiones vespertinas quien llevaba la voz cantante, en todos los sentidos, era la
encantadora y refinada Carmela Batlles, Da Carmela, que con su amor por la música, el
teatro y el arte en general, organizaba eventos en cuanto la ocasión era propicia,
especialmente para el fin de curso. De aquella época no conservo ningún recuerdo
fotográfico salvo la foto - compartida con mi hermano Pedro-, que nos hacían de vez en
cuando fotógrafos que venían durante todo un día al centro. Mi natural timidez me
convertía en una elegida para aplaudir y animar a las compañeras. A mí me quedaba el
protagonismo de la lectura y la redacción en clase. Y las alabanzas de Da Carmela -
seguramente por ello- a mi maestra: “Carmen, tienes aquí un portento”. Sirvan estas
palabras para agradecerles su labor como docentes y mi admiración como alumna.
Confidencias en el rellano de las escaleras, juegos en el patio y alguna que otra
pedrada perdida en las salidas (una alcanzó a mi hermano, aún en párvulos) y atendida
en primer lugar en la casa de maestros de la señorita María Bellver, se unen a las
corridas que daban zagales y zagalas en la salida trasera del patio, donde la dueña de las
moreras vigilaba sus hermosos y frondosos árboles para que no le robaran las hojas que
alimentaban los gusanos de seda, auténtica fiebre coleccionista de temporada. Como
también coleccionábamos cromos de cantantes, nacionales e internacionales, que nos
ayudaron a conocer a Paul Anka y algunos otros.
El twist era el baile de moda y nosotras ensayábamos en el patio, a hurtadillas,
haciendo alarde, las más diestras, de su estilo.
Coleccionábamos cromos de cantantes: Paul Anka, Elvis Presley,...
Desde Radio Vera escuchábamos la tierna canción de José Guardiola y su hijita
“Dí, papá”. Aún no podíamos ir de guateque para bailar, al ritmo del Dúo Dinámico,
“Perdóname.” Y mucho menos podíamos ir a las verbenas de la Terraza Carmona donde
se bailaba al ritmo de Lucho Gatica -“Moliendo café”-, o ”Cuando calienta el sol”,
“Spedy Gonsales”, y tantas otras.
En otro orden de cosas, tampoco éramos conscientes de los tristes
acontecimientos que sucedían en el País Vasco y Asturias, represaliados por el régimen
franquista. Sólo sabíamos que en Radio Pirenaica se contaban “cosas terribles y
lejanas”...
El camino seguía discurriendo junto a la cada vez más destruida finca de los
Jiménez, pero ya utilizábamos el coche de Lola para desplazarnos ciudad abajo, hacia el
lugar por donde sale el sol y vemos nuestro Mediterráneo.
Junto a ella, y de nuevo en el Colegio Reyes Católicos, viviría uno de los
capítulos de mi vida profesional, del que hablaré en otro pequeño retazo en el recuerdo.
Mientras escribo estos recuerdos, evoco la sirena de la fábrica de Miguel
Jiménez, auténtico despertador ululante del pueblo, que me ayudaba a no llegar tarde a
clase.
En nuestra imaginación de niñas preadolescentes se mezclaban las canciones y
las películas de Marisol, como “Tómbola”, o de Rocío Dúrcal con su “Canción de
Juventud”.
.......................
Cuando años más tarde retomé el camino para ir hacia el “Reyes”, convertida ya
en maestra, lo hacía acompañada de otra docente, Lola de Haro, sobrina de mi estimada
maestra y en aquel momento colega mía.
YO TAMBIÉN FUI UNA DE LAS ALUMNAS DEL COLEGIO Y UNA DE MIS HIJOS TAMBIÉN TUBO UNO DE MIS PROFESORES
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